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12 de febrero de 2015

Italiana. Madrid, 3 de enero de 2015

Esta mañana hemos acordado antes de salir del hotel que desayunaremos en Italiana. Tardamos unos diez minutos en llegar y, a nuestro paso, tentadores locales nos ofrecen sus desayunos. No es infrecuente que nos desviemos del camino trazado y que acabemos entrando en un sitio no previsto, pero por alguna razón hoy nos mantenemos firmes en nuestra decisión y hacemos un raro esfuerzo de voluntad por llegar a Italiana en ayunas. ¡Cuán mejor nos habría ido si hubiéramos cedido y hubiéramos roto nuestra reciente promesa! Italiana, en principio, no está mal, pero el simple hecho de que no hubiera nadie al llegar, estando otros bares de alrededor ocupados al 50%, debió habernos hecho sospechar.

No negaré que es un local muy mono, con un gran ventanal y mesas más bien grandes y de buena calidad, nada de mobiliario tambaleante de Ikea. A la derecha hay una enorme estantería donde abundan las obras en italiano, aunque hay espacio para literatura en otros idiomas y obras poéticas en castellano. Hay también una mesa alargada y alta cuya finalidad será, supongo, servir de lugar de encuentro donde compartir charlas en italiano, capuccinos y experiencias vitales. No me lo invento, Italiana se presenta como epicentro del mondo e la cultura italiana en Madrid y, en un tablón junto a la entrada, se ofertan cursos, intercambios de idiomas, clases particulares y todos esos recursos para aprender un idioma que los cobardicas como yo creemos pueden llegar a sustituir la inmersión lingüísica en otro país.


Cuando entramos, divisamos al fondo del local la barra y el expositor de dulces y tartas y a la camarera charlando con un cliente junto a los estantes, en la sección infantil de la librería. Dado que no hay nadie más, pillamos la mesa junto a la ventana y nos sentimos libres de hacer todas las fotos que nos apetece. La camarera se siente libre también de no hacernos ni caso durante un buen rato, pero, de momento, la disculpo porque no tenemos ninguna prisa y curiosear entre los libros sin temor de que nos quiten la mesa es algo relajante. No obstante, pasado ya el cuarto de hora, comenzamos a murmurar. ¿Acaso no nos ha visto? ¿Esperará que nos acerquemos a la barra? Mientras debatimos estas cuestiones, entra un matrimonio mayor que llama a la camarera Rosa y saluda como clientes habituales. Rosa sigue de charleta con el cliente otros cinco minutos y no parece tener intención de interrumpir esta tarea hasta que la señora le dice con cierta aspereza: "Rosa, tráenos el café, que hoy tenemos muchos recados que hacer". Parece que la chica espabila y les lleva el café; a continuación, nos acerca la carta, por fin. En el apartado de cafés, se insiste en que el capuccino es preparado a la italiana, sin nata, sin chocolate, sin cacao y sin ninguno de esos aditivos de los que abominan los puristas del capuccino. Cuando leo esto no me doy cuenta, pero es el primer indicio del integrismo que caracteriza a Italiana.

G y yo pedimos sendos combos colazione: yo, latte machiato y dos croissants argentinos; G, capuccino y otros dos croissants de la misma nacionalidad. Cuando esto llega a la mesa, constatamos que es todo muy bonito y que combina a la perfección con la mesa de madera envejecida a la que nos sentamos. Hemos olvidado pedir sacarina por favor, así que recurrimos a terrones de azúcar moreno que hay que servirse con una pincita de bambú en un gesto un tanto cursi. Los platillos no son de la misma vajilla y algunos están ligeramente desportillados, según moda actual, a lo que hay que sumar la plantita en un tarro para decorar. Hoy en día, es imprescindible servir o colocar cosas en tarros: tés fríos, plantitas, limonadas, azúcar, lo que sea. Es así.

No conseguimos detectar la diferencia entre el latte y el capuccino, a excepción del hecho de que el primero viene en vaso y el segundo en taza. Los croissants están muy buenos de sabor, pero pecan de exceso de azúcar en la superficie y de pequeñez: yo no me comería dos, sino dos docenas para quedar saciada.

Niña traumatizada tras una mala
experiencia en Italiana. 
Antes de poner fin a nuestra estancia, voy al baño, que, a estas horas de la mañana, está muy limpio. No obstante, la luz no se termina de encender de manera continuada, sino que se activa intermitentemente, creando un ambiente como de película de D. Lynch que me perturba para el resto del día. Cuando regreso a la mesa, G me relata indignado una escena que acaba de presenciar y que le ha dejado boquiabierto por su crueldad: una madre acababa de entrar con su retoño y, al expresar éste su deseo de tomar un colacao, ha recibido la negativa de Rosa. No hay colacao en Italiana. ¡No hay colacao! Puedo entender que no echen nata al capuccino o que no tengan magdalenas envasadas individualmente marca Lorenzo, pero que no haya colacao me parece integrismo del café. Y no acaba ahí la película de terror vivida por ese niño: cuando el pobre cogió un libro del estante de literatura infantil para hojearlo en la mesa junto a su madre, como tal vez habría hecho en otras librerías-cafeterías a lo largo de su breve vida de lector, obtuvo una segunda negativa de Rosa. ¡Prohibido! ¡Verboten! ¡Nada de leer en la mesa!
Es ya hora de poner fin a nuestra estancia en Italiana. Al fin y al cabo, también tenemos muchos recados que hacer y, después de las escenas que hemos presenciado, las luces estroboscópicas del baño y las dudas que nos despierta el capuccino auténtico, necesitamos aire fresco con urgencia.
PUNTUACIÓN:
ENTORNO 7 SERVICIO 3 CALIDAD 6 PRECIO 4€


17 de enero de 2015

La Cacharrería. Sevilla, 29 de diciembre de 2014.


La zona cool de Sevilla es sorprendentemente reducida y se compone de las calles Amor de Dios, Feria y, sobre todo, Regina. En ésta se encuentra La Cacharrería, la cafetería donde G y yo desayunamos en esta frigidísima mañana. La calle Regina es peatonal y estrecha, de modo que la terraza de La Cacharrería la conforman dos pequeñas mesitas sobre las que penden sendas estufas, pero ni se nos ocurre quedarnos fuera. Preferimos entrar y sentarnos en una de las cuatro mesas frankenstenianas que encontramos en el interior, construidas con una base de máquina de coser, aunque con el pedal desactivado, y un tablero creado con restos recuperados de silestone, de lo que me congratulo, porque el silestone se derrocha con demasiada alegría: uno debe comprar el tablón entero para su cocina, aunque sea diminuta y sobre metro y medio, así que al menos, si se utiliza este sobrante para hacer mesas cacharreras, no se ha perdido del todo. 
Aunque en un primer momento la única mesa disponible sea la que está junto a la puerta, apenas un minuto después de nuestra llegada los ocupantes de la que está al lado de la barra, más alejada de las odiosas y gélidas corrientes que se generan cada vez que alguien abre la puerta, abandonan su puesto, sobre el que nos abalanzamos sin contemplaciones, para descubrir que el silestone de esta mesa es prácticamente idéntico al que tenemos en nuestra cocina. Constatada esta similitud, las divergencias en lo relativo a la decoración son numerosas. La Cacharrería es un local pequeño con una barra a la que pueden sentarse unas seis personas y con las cuatro mesitas ya mencionadas. Los techos son altos y las paredes están cubiertas con infinidad de trastos que funcionan como epónimos del lugar, entre los que puedo enumerar un avión de juguete, un acordeón, una ristra de ajos, una cabeza frenológica, espejos mágicos antiguos, un cubo de Rubik, una cornamenta de ciervo sobre la que reposa una cornucopia de mimbre, una copa gigante rellena de frutas de madera, unas lámparas chinas, un cartel heart-shaped donde se lee "Pidan en la barra" et alia multa. Sobre los ladrillos que sobresalen de las paredes, de artificiosa irregularidad, alguien ha tenido la ocurrencia de dejar monedas de uno o dos céntimos, costumbre seguida, a la luz de las abundantes monedas que veo, por la clientela a lo largo del tiempo. Llamadme persona con prejuicios, pero apostaría dinero a que la ocurrencia y su seguimiento tiene connotaciones guiris.
Nuestra posición junto a la barra nos permite pedir sin tener que levantarnos de la mesa. Un excéntrico muchacho tatuado nos atiende: queremos dos cafés con leche, con sacarina por favor, y dos molletes enteros, uno con jamón y otro con tomate. Pedir mollete para desayunar es una de las mejores cosas de los desayunos de Sevilla, si no la mejor. Antes de optar por mollete, G pregunta si hay tarta de zanahoria y se lleva una sorpresa descomunal al recibir un "todavía no" por respuesta. A mí, en cambio, me sorprende la sorpresa de G, que, por lo que yo sé, en su vida ha pedido carrot cake para desayunar ni ha tenido tal ramalazo de chico Gilmore.
Los cafés y las tostadas llegan a la mesa de la mano de una camarera también tatuada que nos ofrece probar el humus de alubias y setas, a lo que no nos negamos. No sabemos si el café es Catunambú, pero está rico, si bien él o ella cometen el error de olvidar la sacarina; las tostadas de mollete, algo más sosas e inconsistentes, no llegan al nivel de las que comimos ayer en El Cateto. Aquí están acompañadas por tres cuenquitos: uno con tomate rallado, otro con orégano y otro con humus. No me convence la separación tomate/orégano porque se me hace difícil espolvorear el orégano con dos dedos. Prefiero la mezcla tomate/aceite/sal/(orégano) que se sirve preparada en otros bares. Además, juraría que el tomate no tiene sal, pero La Cacharrería es tan cool que me da reparo pedir un salero.  Todos estos comestibles están servidos en una vajilla que no combina, con flores pasadas de moda del estilo que ahora imita Zara Home y con desconchones trendy
Las mesitas a nuestro alrededor están permanentemente ocupadas por individuos que leen y parejas que charlan. No puedo oír lo que dicen porque todos los presentes nos sentimos muy integrados en este ambiente relajado y casual y hablamos muy bajito, aunque sí que percibimos en los demás ese acento local que G adora. Aunque tenemos varias cosas que hacer esta mañana, como husmear en Un gato en bicicleta, nos demoramos más de lo previsto en este lugar cacharrero, donde la cuenta del desayuno asciende a 5'40.
PUNTUACIÓN:
ENTORNO 6 SERVICIO 7 CALIDAD 6 PRECIO 2,70€

18 de diciembre de 2014

WillyCof. Elche, 3 de diciembre de 2014.

Esta mañana, en mi camino hacia la UMH, he hecho una parada desayunística a mitad de trayecto en WillyCof, una cafetería nueva que me llamó no hace mucho la atención en uno de mis paseos urbanos y que me apetecía probar. No negaré que el motivo de la atracción que ejerció sobre mí radica, por supuesto, en la alusión poco velada a los dibujos animados de mi infancia sobre el viajero leontomorfo y sus amigos también zoomorfos. Llegué a pensar que, al entrar en WillyCof, los lugares más exóticos del mundo mundial, que sólo un aventurero como Willy Fog se atrevería a recorrer, se dejarían notar en la oferta de tés o en la decoración, pero mis fantasías se topan con la vulgar realidad de un local en semipenumbra, con mobiliario de aires coloniales y los socorridos sacos falsos de café dejados de cualquier manera en los rincones, a lo que se suma un aparato de aire acondicionado marca Haier colgado del techo y de aspecto vetusto, probablemente herencia del local anterior.
Me siento en una mesita junto a la pared y, mientras estudio un cartel donde se ofertan hasta 8 tipos distintos de capuccino, cuando yo siempre he creído que los capuccinos son ora con nata, ora sin nata, pero nada más, a los pocos segundos se acerca una camarera cuya excesiva delgadez no puedo dejar de notar. Pido, como es habitual, café con leche, con sacarina por favor, y media tostada integral con tomate. Quedo a la espera de lo demandado y busco con la mirada el periódico del día, que es una de las principales razones por las que alguien desayuna a solas en un bar. Lo encuentro en poder de un señor que lo hojea en la barra con medio peso corporal apoyado en un taburete y otro medio sobre su pierna. Deduzco por su posición que va a irse en breve y acierto: me levanto rauda para hacerme con el Información y me dispongo a enterarme de los últimos conflictos de la política local de Elche.
El desayuno llega a mi mesa: café, platito con tostada, convenientemente tomatada y aceitada, y salero. Tengo que distribuir todos los elementos que hay sobre la mesa para poder comer, leer y coger servilletas, si es menester, con comodidad. Ya de entrada encuentro la tostada pequeña, pero intento no juzgarla por su aspecto y probarla para poder opinar. A pesar de que en ocasiones es un error pedir pan integral porque es de peor calidad que el pan normal, ésta está buena, con una cantidad más que aceptable de tomate, pero descubro que mi prejuicio era acertado y que me resulta algo insuficiente. Al café le ocurre más o menos lo mismo. No me agrada la hipocresía de los bares que, simulando por su decoración que traen el café poco menos que de Colombia sin intermediarios, sirven en la práctica una cosa que ni fú ni fá.
Mi elemento favorito de la mesa es el servilletero, cortesía de Cafés Delta, una variante que no había visto nunca antes, de material plástico y forma irregular, que encajaría bien en el gabinete del Doctor Caligari, a medio camino entre el expresionismo alemán y el arte ibérico. Esto último enlaza con la presencia de la Dama de Elche, requisito decorativo sine qua non en la hostelería y restauración ilicitana, en un gran mural al fondo del local, donde se aprecian, junto a ella, dos rostros anónimos, como queriendo expresar que los mortales pasamos, pero que la Dama permanece.
En la mesa contigua a la mía, dos señoras parlotean, al tiempo que disfrutan, me imagino, de un desayuno post-análisis, dado que WillyCof está frente al Centro de Salud de San Fermín. Sentado a su mesa, un hombre mayor hace una lectura concentrada y silente del Marca. En un momento dado, sale de su ensimismamiento y, sin mediar palabra con sus acompañantes, se acerca a la barra para pedir la cuenta e iniciar una conversación frívola con el camarero, que le presta poca atención. En el ínterin, entra Dori, pues así la saludan tanto las mujeres parlanchinas como la pareja de camareros. Ella responde a la calurosa bienvenida con tono resignado: "aquí estoy, otro día más".
Temerosa de quedar atrapada en este ambiente enfermizo, me aproximo yo también a la barra y pido mi cuenta: 2'50€. Me parece carísimo teniendo en cuenta que no es un sitio chic, aunque lo intente, y que el desayuno ha consistido en una tostada pequeña y un café pasable en una taza agrietada. Porque, como muestra la imagen, la taza presentaba lo que en principio creí que era, oh horror, un pelo, si bien una exploración posterior digital y cucharil me demostró que era una grieta, lo cual disminuyó el horror, pero no lo eliminó del todo. Mi conclusión es que me cobraron de más por no ser cliente VIP como Dori o porque tienen esos precios inflados para aprovecharse de los desdichados que van en ayunas al centro de salud y que salen dispuestos a pagar lo que les pidan en el primer bar que encuentren. En cualquier caso, es mal.
PUNTUACIÓN:
ENTORNO 5 SERVICIO 6 CALIDAD 4 PRECIO 2'50€

30 de noviembre de 2014

Il Baretto. Murcia, 15 de noviembre de 2014.

Procrastinando uno de estos días en el abismo insondable de la red, encontré algunos blog murcianos que se dedican al noble arte de alabar y repartir un poco de estopa, sin pasarse, a los lugares que abundan en la ciudad dedicados a facilitarnos esa actividad que nos gusta tanto, que es la de zampar como si no hubiera mañana.
Sospechando como hay que sospechar de este tipo de blogs, no se puede uno fiar de alguien que pierde su tiempo en escribir este tipo de futilidades (debe de haber algún circulo de Dante dedicado a acoger a estas personas, solo superados por los que cuelgan en Instagram la fotito del desayuno), en varios de ellos leí reseñas alabando el café de una bar italiano en el murciano Barrio de San Antón. Tomé nota mental y lo dejé ahí aparcado en un hueco del cerebro, al lado de “los pulpos tienen 3 corazones” y este tipo de trivialidades que te sirven para quedar como un listillo.
Amanece lluvioso, lo cual siempre anima, por lo menos si eres de Murcia. Así que como estoy un poco harto del pan de pipas de calabaza del Mercadona, le propongo a Ana que vayamos al sitio previamente guardado en el rinconcito de los sitios por visitar, con la promesa por mi parte de volvernos al terminar el desayuno y no enredarla en algún plan perverso para perder la mañana sin dedicarle ni un minuto al de Queronea.
El barrio de San Anton no es mi sitio favorito de la ciudad ni mucho menos, es el típico lugar en el que siempre pienso que no me gustaría vivir, pero allá vamos. Aparcamos en la puerta de la Escuela de Idiomas y cruzamos esa rotonda espantosa que han plantado para facilitar el acceso-salida de la ciudad. Enseguida encontramos la cafetería en una placita frente a una librería-papeleria-mercería (supéralo si puedes). Me sorprende lo pequeño que es Il Baretto, no es lo que esperaba. Pillamos sitio en la terraza. Solamente tienen 3 mesas fuera. El interior, visto desde fuera, que podría ser acogedor, me resultó un tanto desaplacible.

Enseguida vino una camarera bastante simpática, que no parecía italiana, y seguro que no lo era. Nos explica la diferencia entre una tostada genovesa y una tostada napolitana y nos decidimos a pedir ambas, con la idea de compartir. Además de las tostadas, pedimos sendos cafés con leche, con sacarina por favor. La carta la tienen expuesta en las paredes del interior, así que no puedo decir lo que ofrecen, ya que no puse un pie dentro. Ana fue la enviada especial a la barra y comentó que tienen variedad en especialidades italianas de café y en acompañamientos también típicos italianos.
Melchiorre, el maestro cafetero, una especie de Albano, es el que está detrás de la barra preparando con entusiasmo el producto para la clientela. Lo veo actuar a través de la ventana que da al exterior y se utiliza para recoger los pedidos, ya que como bien avisa un cartel, no sirven en las mesas. A una voz con acento italiano acudo a la ventana a recoger nuestro desayuno.
A los cafés con leche les pongo la sacarina de un bote que tienen a mano para tal menester. La tostada genovesa viene con panceta, salsa pesto y aceite; con sabor bastante peculiar, es diferente a los que estamos acostumbrados a echar sobre el pan y me resultó placentero. La napolitana consistía en salami de Milán con una base de tomate; estaba simplemente deliciosa. El café con leche, café italiano Blackzi 100% arábica, estaba bueno, pero tampoco difería en mucho de otros tantos que te puedes encontrar en cualquier sitio que se preocupen un poco por servir algo decente. Sí que es verdad que un café con leche es algo sin mucho misterio, tendremos que volver otro día a probar alguna de las especialidades que tanto alaban de este lugar.

Como estaba empezando a chispear, recogimos los bártulos. Ana le pidió un vaso de agua a Albano, que le pasó una garrafita de agua para que se sirviera ella misma, y nos fuimos hacia el aparcamiento, cumpliendo la promesa de volver a casa.

PUNTUACIÓN:
ENTORNO 4 SERVICIO 5 CALIDAD 7 PRECIO 2,80€

4 de noviembre de 2014

Sanpas. Madrid, 20 de septiembre de 2014

Como, en general, nos gusta más para desayunar el barrio que el centro ciudad, esta mañana en Madrid decidimos quedarnos en Sanpas en lugar de ir a La Central o algún otro sitio similar, porque nos ahorramos la pose intelectual y, además, podemos detenernos a contemplar la Casa-Loncha, una de las construcciones más divertidas que conozco.
¿Habitarán lonchas de personas la Casa-Loncha?
A no ser que estemos bajo los efectos de una ola de calor africano, el desayuno en Madrid consiste en churros con café. Y con esa idea entramos en Sanpas. No sé si será una cafetería frecuentada durante los días de diario. Nuestras visitas suelen producirse en fines de semana o festivos y lo cierto es que la clientela no abunda. Al entrar uno ha de decidir si se acoda en la barra o si pasa a un saloncito separado con biombos de la zona de bar con mesas y con televisor propio. Nosotros optamos por lo primero y, tras rechazar la idea de sentarnos en taburetes, aguardamos de pie y con la mirada fija en el camarero a que se acerque para preguntar qué queremos tomar. A pesar de que lo miramos con la insistencia de los niños de El pueblo de los malditos, pasa bastante de nosotros y sólo al cabo de un rato toma nota mental de nuestra solicitud de desayuno: café con leche, con sacarina por favor, y churros.
Mientras esperamos, ojeo con curiosidad la carta de tapas, raciones y bocadillos. La oferta es rica, no puede negarse, y el menú plastificado está iluminado todo alrededor con fotografías coloridas y bastante bien hechas de lonchas de jamón, sandwiches y raciones de calamares. Todo el texto es bilingüe. Los palillos, por otro lado, situados en un bote junto al servilletero, no son torneados sino planos, algo que un sitio con menú en inglés y a todo color no debería permitirse.
Recibimos nuestro café y tres sobres de sacarina para repartir. Esto es, tocamos a sobre y medio de sacarina granulada per capita. Usamos solamente dos y guardo el tercero en el bolso para eventuales emergencias glucósicas. Junto a los cafés obtenemos dos raciones de churros fríos, según costumbre local.
El café, más grande de lo normal, está bueno y muy caliente. En cuanto a los churros, los como con gusto porque soy fan del producto, pero resultan fáciles de olvidar, por usar un eufemismo.
Churros apilados desde su fritura
Dado que G y yo no mantenemos una conversación absorbente esa mañana, me dedico a observar a una camarera, que, encaramada en lo alto de una escalera detrás de la barra, limpia los espejos que recubren la pared. Me parece tarea tediosa y agotadora de brazos, pues debe mover cada uno de los vasos, copas y botellas que se apilan en los estantes de la pared espejada para poder limpiar. No obstante, la realiza con buen ánimo e incluso bromea con un cliente joven que entra a pedir bocadillos take away acerca de un supuesto pasado como gogó en una discoteca. Por su parte, el camarero que nos ha atendido dispone innúmeros platillos sobre un expositor y coloca sobre ellos sobres de azúcar y cucharillas, creando sonidos melodiosos. No creo que haya necesidad de tener preparados tantos platillos, pues la clientela, como se ha indicado antes, brilla a estas horas por su ausencia. Más bien es de esos camareros que no puede parar quieto. Apenas dejo la carta abierta junto a mí sobre la barra y aparto de ella mi mirada, viene corriendo a doblarla y a colocarla en su sitio de nuevo, vertical entre el expositor y el dispensador de servilletas. Luego, sólo por fastidiar, vuelvo a cogerla y a dejarla sobre la barra. Porque tiene mucho azogue para colocar sus cositas del bar pero poco para preguntarnos qué queremos tomar.
Pedimos la cuenta y, como era de esperar, muestra un marcado desinterés. Prefiere atender a una familia que acaba de llegar y ante la cual acude raudo. ¿Nos despreciará acaso por nuestro origen sureño? Finalmente, se digna a decirnos que la cuenta suma 4,80€. Le alargamos un billete de 5€ y por supuesto que nos quedamos a esperar la vuelta. De todos modos, y aunque pueda parecer que la experiencia ha sido negativa, supongo que repetiremos en cuanto tengamos oportunidad en Sanpas: la Casa-Loncha merece la pena.
PUNTUACIÓN:
ENTORNO 5 SERVICIO 3 CALIDAD 6 PRECIO 2,40€