Hay una rotonda en la calle Kansas City que por motivos que ignoro no aparece en las guías turísticas de Sevilla, a pesar de tener interesantes monumentos de distinto tipo a su alrededor: al norte, la estación de Santa Justa, adonde se puede llegar en AVE (o a pie, desde la rotonda); al oeste, la Tesorería, donde bien podría trabajar G, y el hotel Ayre, de habitaciones ligeramente versallescas; al este, la Bodega Miguel Ángel, templo gastronómico y sede de apetitosos desayunos y cenas en las más recientes visitas familiares a la ciudad.
La Bodega Miguel Ángel es cool por su ubicación y su clientela. Tiene una terraza con numerosas mesas rodeada por un carril-bici cuyos usuarios circulan a gran velocidad, para peligro de los visitantes despistados que desean cruzarlo, como M y yo. Precisamente junto a la terraza está la parada de bicis Sevici, nombre poco agraciado, en mi opinión, para el servicio de alquiler de bicicletas del ayuntamiento.
Tras mirar a izquierda y derecha repetidas veces, M y yo atravesamos el carril-bici y recorremos los pocos metros que nos separan de la barra de la Bodega Miguel Ángel, en cuya fachada lateral se lee claramente "Churrería". Hemos ido bastante temprano porque nuestra agenda para ese día está a rebosar de actividades lúdico-consumistas-familiares, así que nada más entrar nos acomodamos en sendos taburetes y pedimos a un amable camarero no sevillano un café con leche, con sacarina por favor, un colacao y dos raciones de churros.
Una vez oída nuestra petición, el camarero comunica a voz en grito a una compañera que se halla a unos centímetros de distancia nuestros deseos y se dispone a elaborar los churros. Y es que en un extremo de la barra se encuentra el equipo churrero completo: gran recipiente de aceite para freír, depósito de masa, campana extractora de humos, palos (calientes) de churrero y superficie agujereada para que escurran los churros, sobre la que reposan, por supuesto, las tijeras que cortarán la churro-espiral una vez liberado el aceite sobrante. A nuestra izquierda, mientras esperamos ansiosas el desayuno, un trío de americanas toma cafés con leche sin acompañamiento y sin retirar de sus espaldas sus mochilas de viajeras. Más allá, una azafata de Ferrovial pide café y tostadas. A la derecha, un señor que parece del barrio toma café solo. Las mesas que hay al fondo de la Bodega están ocupadas por personajes de procedencias diversas. Esta mezcolanza es obviamente fruto de la proximidad de la estación del AVE y, como dicepater meus, le da al lugar un aire a cafetería de aeropuerto, pero un aire ligero, pues ¿en qué cafetería de aeropuerto hay jamones colgando, milhojas de rabo de toro y parafernalia churrera?
Llega el café para M en vaso, cosa que le alegra, y otro vaso para mí con leche caliente y un sobre de colacao. Lo que me alegra a mí es que el colacao es original, no turbo. Aunque consumo la variante turbo en casa por comodidad, prefiero el sabor de la original, pero lamento siempre que la mitad del contenido del sobre individual que sirven en los bares se desperdicie porque la leche no puede admitir tanto colacao, es un hecho físico. La sacarina no viene con las bebidas, sino que los clientes la cogen de un cuenco que se ha dejado, algo inconscientemente, sobre la barra. M y yo cogemos la necesaria para el desayuno (para M, un sobre; para mí, ninguno) y, pasados unos minutos, echamos unos poquitos más al bolso siguiendo nuestra rácana costumbre, al tiempo que nos justificamos mutuamente esta acción de formas muy convincentes. Y, por fín, llega lo que estábamos esperando: sobre un plato ovalado de metal, media docena de churros recién hechos, entre los que se encuentra lo que yo llamo la porra, esto es, el churro que contiene el punto donde da comienzo la espiral churrera y que suele contar con un abultamiento de masa esponjoso que disfruto enormemente a pesar de los sentimientos de culpabilidad dietética que a veces siguen al desayuno. M vierte dos sobres de azúcar sobre los churros e inicia el festín. Ella afirma que están elaborados con alguna receta secreta y tal vez mágica que evita el empachamiento. Aunque en otros muchos bares la ración son cuatro churros per capita, aquí sólo son tres, pero más largos de lo habitual, de modo que una queda saciada al terminar. De hecho, nosotras los partimos por la mitad, obteniendo así doce medios churros. M me cede la porra y dejamos el plato limpio en pocos minutos.
Dado que, gracias al conjuro churril, no estamos nada empachadas, pagamos la cuenta, que asciende a 5'10€, y salimos a la calle dispuestas a coger un bus que nos lleve a la Plaza del Duque, pues la parada está a escasos metros de la Bodega Miguel Ángel, uno de los pocos bares del mundo a los que se puede llegar a pie, en bici, en coche, en bus y en AVE.
PUNTUACIÓN:
ENTORNO 7 SERVICIO 7 CALIDAD 8 PRECIO 2,55€