visitas

20 de octubre de 2013

Café Motora. Malacia, 20 de octubre de 2011.

Fue la página 96, ella lo desencadenó todo. Sí, lo recuerdo perfectamente, un trozo de papel vitela abandonado dentro de la edición facsímil del manuscrito Voynich que hojeaba en la Biblioteca Nacional. Contenía unos números sin sentido aparente y el misterioso nombre de Malacia en el reverso. Tiempo después, en Londres, en el pequeño mercado de Benrmondsey, entre antigüedades y libros raros, un hombre al que llamaban Yegor, vendía un mapa desgastado, fechado en 1617, en el que volvió a aparecer el nombre de Malacia. Le di 79 £.
Siete años más tarde, cuando Ana se abandonó a la metanfetamina, curiosamente mantuvo su afición a los desayunos y la obsesión por traducir al puto Esquilo, en mis noches de búsqueda de cristal por la noche mediterránea, hice buena amistad con  Nikolay, un camello búlgaro, antiguo general del ejército, que decía poder conseguir casi cualquier cosa. Le hable de Malacia y de mi obsesión con ese nombre. A través de sus contactos eslavos y con muchos euros de por medio, consiguió algo similar a un  plano. Llevaba a un lugar.
La madrugada del  19 de octubre de 2011 a las 01:57 nos dirigimos a Malacia. Primero fue la autovía, luego una carretera local que seguimos unas dos horas. La siguiente señal, fuera de los límites provinciales, era un coche calcinado con la letra W escrita en el capó; giramos a la derecha. En este punto los arbustos habían desaparecido y la vegetación consistía en una monótona sucesión de matojos que parecía extenderse hasta el infinito. 45 minutos después cogimos un camino de tierra que seguimos casi hasta las 6 de la mañana. Nadie, solamente un perro cojo cruzó fantasmalmente nuestro camino. Vimos lo que parecía ser el mar. Al amanecer la última indicación, una senda de cabras junto a un esbozo de esqueleto de árbol. 2 kilómetros después llegamos a la señal. Una barrera y una cámara; esperamos y la barrera se abrió.
Casi sin darnos cuenta nos vimos transportados a una carretera asfaltada de dos carriles en cada sentido y con un tráfico denso y cientos de coches de distintos tamaños. No parecía que hubiera semáforos ni cruces, pero sí había actividad. Había personas en los coches, pero no parecían conducir. De vez en cuando surgía un desvío hacia otra carretera y algunos coches lo tomaban. No había casas, ni edificios, ni árboles, ni aceras, ni siquiera aparcacoches; fuera de los límites de la carretera, no había nada.
Poco a poco, vimos que las personas de dentro de los vehículos parecían ocupados. Se les veía charlar, a veces de coche a coche cuando el tráfico se hacía más lento. Otros escribían en el ordenador, algunos hacían ejercicio. Al día  siguiente de llegar, desayunamos en el café Motora, nos lo encontramos en una carretera con poco tráfico y a una velocidad muy reducida era divertido tomar un café con churros. Lo llevaba un chico pelirrojo de cara luminosa, nos dijo que solía estar por allí todos los días, y que esperaba volver a vernos. Nos gustó mucho, nos dieron la sacarina sin tener que repetirlo y no pagamos nada.
Ahora, llueve. Lleva tres meses haciéndolo. El cristal empañado hace que percibamos las luces de los demás como irreales. Somos felices, vivimos en el coche. Rodando todo el tiempo, eternamente. Abrazados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario