Fue la página 96, ella lo desencadenó todo. Sí, lo recuerdo
perfectamente, un trozo de papel vitela abandonado dentro de la edición
facsímil del manuscrito Voynich que hojeaba en la Biblioteca Nacional.
Contenía unos números sin sentido aparente y el misterioso nombre de Malacia en
el reverso. Tiempo después, en Londres, en el pequeño mercado de Benrmondsey,
entre antigüedades y libros raros, un hombre al que llamaban Yegor, vendía un
mapa desgastado, fechado en 1617, en el que volvió a aparecer el nombre de
Malacia. Le di 79 £.
Siete años más tarde, cuando Ana se abandonó a la metanfetamina, curiosamente mantuvo su afición a los desayunos y la
obsesión por traducir al puto Esquilo, en mis noches de búsqueda de cristal por la noche mediterránea, hice buena amistad con
Nikolay, un camello búlgaro, antiguo general del ejército, que decía
poder conseguir casi cualquier cosa. Le hable de Malacia y de mi obsesión con
ese nombre. A través de sus contactos eslavos y con muchos euros de por medio,
consiguió algo similar a un plano. Llevaba a un lugar.
La madrugada del 19 de octubre
de 2011 a
las 01:57 nos dirigimos a Malacia. Primero fue la autovía, luego una carretera
local que seguimos unas dos horas. La siguiente señal, fuera de los límites
provinciales, era un coche calcinado con la letra W escrita en el capó; giramos a la derecha. En este punto los arbustos
habían desaparecido y la vegetación consistía en una monótona sucesión de
matojos que parecía extenderse hasta el infinito. 45 minutos después cogimos un
camino de tierra que seguimos casi hasta las 6 de la mañana. Nadie, solamente
un perro cojo cruzó fantasmalmente nuestro camino. Vimos lo que parecía ser el
mar. Al amanecer la última indicación, una senda de cabras junto a un esbozo de
esqueleto de árbol. 2
kilómetros después llegamos a la señal. Una barrera y
una cámara; esperamos y la barrera se abrió.
Casi sin darnos cuenta nos vimos transportados a una carretera
asfaltada de dos carriles en cada sentido y con un tráfico denso y cientos de
coches de distintos tamaños. No parecía que hubiera semáforos ni cruces, pero
sí había actividad. Había personas en los coches, pero no parecían conducir. De
vez en cuando surgía un desvío hacia otra carretera y algunos coches lo
tomaban. No había casas, ni edificios, ni árboles, ni aceras, ni siquiera
aparcacoches; fuera de los límites de la carretera, no había nada.
Poco a poco, vimos que las personas de dentro de los vehículos parecían
ocupados. Se les veía charlar, a veces de coche a coche cuando el tráfico se
hacía más lento. Otros escribían en el ordenador, algunos hacían ejercicio. Al
día siguiente de llegar, desayunamos en
el café Motora, nos lo encontramos en una carretera con poco tráfico y a una
velocidad muy reducida era divertido tomar un café con churros. Lo llevaba un
chico pelirrojo de cara luminosa, nos dijo que solía estar por allí todos los
días, y que esperaba volver a vernos. Nos gustó mucho, nos dieron la sacarina
sin tener que repetirlo y no pagamos nada.
Ahora, llueve. Lleva tres meses haciéndolo. El cristal empañado hace
que percibamos las luces de los demás como irreales. Somos felices, vivimos en
el coche. Rodando todo el tiempo, eternamente. Abrazados.
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